Otras… Distopía utópica

– ¡Apártate de mi vista inmediatamente! – le grito intentando agravar el tono de voz mientras de un empellón lo hacía retroceder dos pasos.
Su fuerza física era inusual para una “suprema” de su talla y edad, quizás en ese momento en que dejaron de llamarles mujeres y pasaron a llamarles supremas, se había operado, como por arte de magia, un cambio en sus anatomías, el cual se había ido reforzando con el transcurrir de los años. De haber ocurrido esta extraña transmutación, no se apreciaba a simple vista, seguían siendo más menudas que ellos pero sus diminutas manos de dedos finos y piel tersa, eran capaces de ejercer en sus, aparentemente fuertes, gargantas una presión hasta llevarlos a la inconsciencia, desmayos que en su gran mayoría eran bienvenidos, porque era preferible recibir la lluvia de insultos salpicada de relámpagos de golpes desde la inconsciencia, claro, era inevitable sufrir sus consecuencias al volver en sí, pero jamás dolían más las fracturas y moretones que aquellas lacerantes palabras.
-La próxima vez que se te ocurra depositar tu asquerosa semilla dentro de mi, mandaré a que te extirpen tu maloliente miembro – le decía con odio a escasos tres centímetros de su rostro, mientras con su mano derecha apretaba dolorosamente sus testículos.
Sentía un intenso dolor que parecía subir por su columna vertebral y estallar en su cabeza empujando los globos oculares fuera de sus órbitas, sabía que no debía gritar porque eso desataría una furia aún peor, pero el dolor frío que ahora parecía derramarse por sus oídos lo estaba haciendo perder el control de sus esfínteres, cuando creyó que estás no responderían más, sintió como los finos dedos dejaban de ejercer presión y contuvo el suspiro de alivio, ya que éste representaba una afrenta igual o peor que los gritos de dolor.
– Ahora lárgate – le dijo señalando con el índice la puerta de la inmaculada habitación.
Recogió su traje de forma apresurada, mirando con ojos de cachorro desvalido a sus dos congéneres sentados a ambos lados del lecho, que abanicaban sincronizadamente a la suprema, sin apartar la vista el uno del otro ni siquiera para dirigirles las miradas habituales de desprecio con las que solían atravesarle, producto del favoritismo que la suprema le profesaba.
Langevin corrió desnudo por el largo e iluminado pasillo sin notar los cuatro grados que castigaban mansión, que desde hacía dos años  compartía con otros veintisiete esclavos que se desvivian por hacer de Marie una suprema constantemente feliz. Entró a la habitación de aseo respirando agitadamente pero sonriente al recordar su osadía al tratar de implantar su semilla en ella, sólo él podía hacerlo sin que eso significara perder la vida, y sólo gracias al favoritismo de Marie, pensaba que si tenía éxito, el fruto de su atrevimiento se convertiría en su seguro de vida.
– Un día de estos perderás el miembro o peor aún la vida.
La voz de Albert le sobresaltó, le hablaba desde la humeante bañera, se dirigía a él sin abrir los ojos tenía una expresión inusualmente serena, en la mansión lo común eran caras de miedo, angustia y desesperanza.
Salió de la bañera chorreando agua perfumada ¿era pino o menta? Albert era de los pocos que no lo trataban con desprecio,por el contrario sostenían interesantísimas conversaciones, era sumamente inteligente, Langevin solía pensar que sus ojos caídos y su semblante, siempre sereno, contrastaban con las tormentas y revoltijos de ideas que bullían en su cerebro muchas de ellas muy similares a las suyas.
Una noche clara en la que ambos estaban tumbados en el patio habían conversado sobre el universo y Albert le había confiado teorías increiblemente complejas haciendo garabatos en la arena para tratar de explicarle sus ideas.
– Fascinante, Albert – le había dicho mientras le palmeaba el hombro – lástima que todas nuestras ideas no puedan salir a la luz, las supremas hacen tanta sombra sobre nosotros que pasarán centurias antes de que alguno de nosotros vea la gloria. ¿Cuántos genios como el tuyo se habrán perdido en esas tinieblas?
– Debes bañarte con rapidez – dijo Albert sacándolo de sus recuerdos – en quince minutos debemos estar trajeados para la foto anual con la suprema.
Langevin asintió con la cabeza mientras se sumergía en la bañera, cerró los ojos y se preguntó si habría sido mejor no escapar de la suprema anterior, mientras acariciaba con el índice la cicatriz que había dejado la cadena alrededor de sus testículos.

Relato escrito para el tercer concurso de Panfleto Negro.

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