Monopolio 

El verano es una estación inclemente, castiga sin piedad con temperaturas que descomponen hasta al más compuesto, un sol incandescente que se ensaña contra todo lo que ilumina, en este contexto soy una afortunada, cruzo la calle y levanto el brazo al primer taxi que veo acercarse.

El taxi no tiene aire, al menos no lo tiene encendido, pero aún así es un alivio entrar y huir del castigo del sol. Le indico la dirección a mi conductora, una señora de unos sesenta años, con una sonrisa amable. El aire que ingresa por la ventana, aunque tibio, proporciona un alivio ante los treintaisiete grados que fustigan el asfalto.

Una ciclista pasa a nuestro lado como un soplo de aire fresco entre autos, bocinas, pitidos de semáforos y música estridente iba en una bicicleta color turquesa, cabello muy corto de puntas rosa, lentes oscuros y una serenidad que desentonaba completamente con el ajetreo de la calle.

.- Nena, por acá no podés andar en bicicleta, no hay bicisenda – le grita un taxista cuando pasa junto a su auto. Ni se inmuta, sigue pedaleando lenta y plácidamente desafiando con serenidad clima y taxista.

El comentario inmediatamente me genera rechazo.

.- Pelotudo – digo en voz alta sin darme cuenta, si de algo argentino me he apropiado es de las malas palabras que mezclo con las propias y de las que salen combinaciones tan deliciosamente altisonantes como “pobre gafo pelotudo”.

La señora me mira por el retrovisor, noto en sus ojos que ríe.

Me disculpo apenada, pero clavo la mirada inquisidora en el taxista que cree que tiene el monopolio de la ruta.

.- Los ciclistas pueden usar la ruta, pelotudo – continúo discutiendo “con el taxista”, no me oye obviamente, pero ya estoy, como siempre que veo una injusticia, indignada y luchando contra molinos de viento.

Desde atrás llega otro cicilista, un señor bajito con sombrero, la espalda empapada en sudor, los antebrazos con gotitas brillantes de transpiración se tensan para frenar justo al lado del taxista. Le dice algo que no alcanzo a oír, pero a todas luces está molesto.

.- No amigo, vos no podés ir por acá, por acá no hay bicisenda, le dice el taxista arrogante.

.- ¡Claro que puede, idiota! – continúo con mi solitaria discusión – ¿Como es que eres taxista y no conoces las leyes de tránsito? Eres un peligro para la sociedad.

El señor le contesta algo, sigo sin oírlo porque está de espaldas a mi, pero obviamente tiene más conocimiento y argumentos que el taxista.

.- No, flaco – continúa el taxista – vos tenés que cuidarte tu vida, no te la puedo cuidar yo.

¿Pero que dice este insensato? Esta vez no maldigo en voz alta ¿A quien se le ocurre que andar en bici en el verano porteño es un acto de esparcimiento?

Me imaginé al señor alistando todo para salir a hacerle frente al verano y a la calle, cargando una botella con agua helada, pensando en que el calor de los motores de los carros circundantes acrecentarían el calor ambiental y no pude sino enojarme más con el taxista monopolizador de rutas.

El semáforo cambia a verde, mi conductora deja de mirarme por el retrovisor y enfoca nuevamente la ruta, le lanzo una última mirada al taxista, mirada que bien habría podido ser un dardo venenoso.

.- Pelotudo – vuelvo a decir en voz alta.

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