Maestro

Dicen que cuando el discípulo está listo para aprender es cuando el maestro hace su entrada, lo que no nos dicen es que los maestros suelen ser los seres más inesperados.

Beto llegó a nuestras vidas en 2015, estábamos buscando otro perrito porque a nuestra jornada de ocho horas de trabajo, había que sumarle dos gastadas en medio del tráfico caraqueño, así que Alan pasaba diez o más horas solito, queríamos otro perrito que le hiciera compañía.

Beto era de una amiga, ella estaba teniendo problemas con su mamá porque mi pequeño copo de gruñidos había traspasado la adolescencia y ahora, para reafirmar su incipiente adultez, levantaba la pata en cuanta esquina se le atravesara en el camino, y dejaba charquitos dorados de alegría.

Ella lo intentó todo para quedarse con él, intentó educarlo, lo castró, lo premió cuando se portaba bien, pero Beto era una bolita peluda de seís kilos de rebeldía. Un día nos lo dejó por «quince días» mientras se iba de vacaciones, y luego de una semana mi sentencia fue clara e irrevocable cuando le dije en un mensajito de WhatsApp:

Así que desde ese momento, Beto fue expropiado y pasó a ser parte de nuestra familia. El primer día que estuvo con nosotros no quiso comer, pero como no hay nadie que se resista al queso llanero, le di pedacitos de queso que le abrieron el apetito así que luego devoró con ferocidad el platito de «perrarina».

Cuando salíamos a caminar no podíamos quitarle la correa, no recuerdo cuanto tiempo duró ese comportamiento, pero durante una buena temporada intentaba escaparse e irse corriendo en la dirección en la que había visto irse a mi amiga el día que nos lo dejó, pero llegó el día en que fue seguro soltarlo y floreció.

No era un perro juguetón, era más bien gruñón, pero en la casa era un algodón de azúcar con quienes él elegía y tomaba para sí. Mi mamá, A., S. y yo pasamos a ser de su absoluta propiedad.

Hicimos un pacto un día y yo le prometí dejar el vicio del cigarrillo y él me prometió hacer lo propio con el vicio de dejar charquitos dorados en las esquinas, a veces los dos fallábamos y él me veía expulsar humo por las fosas nasales, y yo no podía regañarlo por la manchita dorada en la esquina del lavadero. Eventualmente, ambos cortamos con nuestros vicios, no fumé más, él dejó la producción de charquitos dorados.

Un día salió a pasear con A., y al momento de regresar a casa A. no lo encontró por ningún lado, subió hecha una furia y lo dejó en la calle, me vestí como un rayo y bajé a buscarlo con el corazón acelerado, no hubo necesidad de recorrer grandes distancias, estaba en el jardín del edificio, donde siempre nos sentábamos, olfateando el aire para ver si nos encontraba. Si alguna vez te puedes imaginar un caniche con la velocidad de un galgo, ese fue él cuando me vio llegar al rescate.

Otro día volvió a escaparse, una vez más A. lo había sacado a pasear, esta vez no corrió hacia donde había visto irse a su antigua dueña, esta vez corrió en sentido contrario. A. me llamó desesperada: «No sé dónde está el Beto». Abandoné la reunión en la que estaba y corrí a buscarlo por lo que era la ruta habitual de paseo, no estaba, así que decidí irme al edificio nuevamente y subir por las escaleras los diez pisos hasta mi apartamento, para ver si lo encontraba en los pasillos. Subí los diez pisos y llegué respirando con dificultad, lo encontré sentado frente a la puerta del apartamento, el vecino de al lado me dijo que había subido con él en el ascensor.

Aún hoy es un enigma el cómo pasó por las dos rejas del edificio, subió al ascensor, y sin más esperó ahí frente a la puerta correcta. No sé si fue mi cara de desesperación, mis resoplidos en busca de oxígeno o el sudor que bajaba en cascadas por mi frente, que lo hicieron entender que me importaba y lo amaba, pero ese fue su último acto de escapismo, nunca más se nos escapó.

Cuando salíamos a trabajar, dejarlo era un desafío siempre intentaba colarse por la puerta para irse con nosotros, así que debíamos tomarlo, dejarlo en el medio de la sala, salir corriendo y cerrar la puerta, siempre se quedaba llorando, aullaba durante unos tres minutos y luego paraba. No sé cuándo abandonó también ese loco comportamiento, pero pareció entender que siempre volveríamos porque lo amábamos con locura.

Un día y sin preguntarle, lo subimos a un avión y atravesamos el continente rumbo al sur, Beto no sabía de crisis, ni de política, e irónicamente, esos cinco días de apagón que nos traumatizaron, para él fueron la gloria, tener a su disposición sus mamás las veinticuatro horas del día era lo máximo, pero igual nos siguió sin chistar, porque el amor es así, incondicional y no pregunta, llegó a la Argentina un día helado de invierno y se fue a otro plano también en la Argentina un día caluroso de un soleado verano. Vivió intensamente los últimos seis meses que estuvo a nuestro lado, navegó, paseó en bicicleta, comió peras y manzanas y nos dio la última y más valiosa de sus lecciones: vive y ama intensamente.

Beto nos enseñó que el amor es paciente, que no pone condiciones, que aprende y negocia, que sigue sin hacer preguntas, nos llenó de luz el camino y nos dejó un vacío tan grande como el amor que le teníamos. Beto no fue solo un perro, fue un maestrito peludo de seis kilos y cuatro patas.

También te puede gustar:

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entrada anterior Dios sabe lo que hace
Entrada siguiente Bifurcaciones